El Acuerdo de Escazú: económicamente ineficiente, éticamente reprochable

Autor: Santiago Dussan, Doctor del derecho y profesor de análisis económico del derecho de la Pontificia Universidad Javeriana, Cali.

Publicado originalmente por: Centro para el Análisis de Decisiones Públicas (CADEP) de la Universidad Francisco Marroquín.

El Acuerdo de Escazú es un tratado internacional que ha sido firmado ya por 25 países y ratificado por 13 de América Latina. Su objetivo es, como se desprende del texto del mismo acuerdo, continuar con el avance de una agenda ambientalista, a partir de la cual es el Estado —y no el mercado— quien decide a qué cursos de acción —y en qué momento— se asignan ciertos factores de producción originarios, que se consideran forman parte de la gran y gaseosa categoría del medio ambiente. 

La idea del Acuerdo parte del principio 10 de la declaración de Río, que, básicamente, niega la validez a la noción de ser el mercado la única oportunidad que como sociedad tenemos de asignar tales recursos ambientales evitando el mayor grado de desperdicio posible.

En particular, llama mucho la atención la mención de la protección del derecho de las generaciones futuras a disfrutar de alguna porción de esos recursos ambientales. Ello revive una conversación en términos de externalidades positivas: porque se considera como un beneficio de las generaciones futuras, estas estarían facultadas para determinar el uso que se hace por parte de generaciones presentes de los recursos. Solo por un momento imaginemos lo inconveniente —por decir lo menos— y comprensivo que resultaría que generaciones futuras, que no existen y, por ende, no se espera de ellas argumento alguno, de alguna manera terminen determinando el grado de consumo presente que tendríamos. Nuestra tasa de preferencia temporal sería igual a cero, lo que implicaría que tendríamos que sacrificar todo consumo de cualquier medio presente en favor de esos inexistentes —pero de alguna forma interpretables por parte de ciertos políticos— intereses futuros. Sería el fin de la existencia humana como la conocemos.

En el interés de avanzar en el cumplimiento de ese objetivo ambientalista, el Acuerdo gira alrededor de dos acuerdos particulares. A partir de estos, los Estados parte avanzarían en su implementación, una vez se haya ratificado por países como Colombia. Esos acuerdos particulares se podrían llamar: la información y la justicia ambientales.

La información ambiental

Podríamos decir que el acuerdo de mayor trascendencia dentro del Acuerdo de Escazú está relacionado con la información ambiental. Del texto se entiende que esa información es toda la información que se pueda verbalizar, bien sea de forma escrita u oral, que esté relacionada, por un lado, con la existencia de un recurso ambiental y, por otro, con sus posibles usos de esos recursos, tanto en el presente como en el futuro. Los eventuales riesgos que conllevan algunos de aquellos usos merecen una especial atención. Podríamos entender que el mayor riesgo al que se refiere el Acuerdo es la desaparición o el desperdicio del recurso ambiental. 

La idea general detrás de este punto en particular es que, por medio de la proporción y apropiación de esta información, se aseguraría el uso adecuado de los recursos ambientales. Dicho de otra manera, por medio de la proporción de esta información por parte de agentes estatales y los dueños privados de esos recursos, se podrían identificar los cursos de acción que resultarían en beneficio de la sociedad y que no terminen por desaparecer o malgastar el recurso.

Acá hay un obstáculo grande si tenemos en cuenta el fin de proteger los recursos que se consideran parte del medio ambiente. Esos recursos, después de todo, son medios de orden superior, es decir, medios económicos que se asignan para la producción de medios de consumo. Si se concede que los recursos ambientales son, por ejemplo, ciertas porciones de tierra que se encuentran dentro del territorio de alguno de los Estados parte, que son ricos en biodiversidad o que albergan recursos importantes para las poblaciones vecinas, aquellos recursos ambientales son, sencillamente, factores de producción originarios, como la tierra.

Siendo así, la información que se necesita para poder identificar los usos más adecuados, o más eficientes, de esos recursos ambientales no es una información que se pueda verbalizar, de forma escrita o de ninguna otra forma.

Recordemos brevemente la forma en la que los agentes en el mercado tratan de asegurarse de que los recursos que se utilizan para satisfacer necesidades se asignen de una manera en la que se desperdicien lo menos posible. En el proceso de coordinación que es el mercado, y partiendo de un contexto donde hay propiedad privada sobre los factores de producción, los empresarios compran porciones de factores de producción para producir medios que van a satisfacer las necesidades de los consumidores. Justamente por haber propiedad privada sobre esos factores de producción, siendo muchos de ellos factores originarios, como la tierra, los intercambios que se hacen sobre ellos generan razones de intercambio o precios. Así, tanto los costos de su producción, que incluyen comprar porciones de medios originarios de producción, como los precios de sus ventas les permiten a los empresarios conocer si haber asignado recursos de producción a un curso de acción en particular ha satisfecho o no las necesidades de los consumidores. Si obtienen ganancias, es que lo han hecho. Por el contrario, si obtienen pérdidas, es que no han sido exitosos en su cometido y han desperdiciado esos recursos.

Esta herramienta, no solo les permite a los empresarios conocer qué tan eficientes han sido en el pasado, sino que, también, les permite anticipar los posibles riesgos de desperdicio de los recursos en el futuro.

En realidad, no hay argumento económico suficientemente sólido para concluir que, mientras el mercado es eficiente a la hora de asignar unos recursos, no lo sea para asignar los recursos relacionados con el ambiente. Sin propiedad privada sobre los factores de producción, incluidos los recursos ambientales, no hay forma racional de usar esos recursos de tal manera que no se desperdicien.

La información necesaria para distinguir los posibles usos de un recurso ambiental, como un factor de producción, no es una que se pueda, por un lado, proporcionar en un reporte escrito u oral por parte de su dueño, ni mucho menos por parte de alguna agencia estatal. Además, la condición principal de esa información no hace posible que se pueda conocer por parte de las personas, el público, como lo menciona el Acuerdo, en una especie de asamblea pública, donde los miembros de una comunidad puedan escuchar cómo se les relata esta información de manera oral o escrita. La información acerca de qué necesidades urgentes no serían satisfechas no es una que se pueda relatar en medio de una gran conversación con múltiples intervenciones. Se pueden saber ciertas cosas hablando o escribiendo acerca de los posibles usos de esos recursos ambientales. Sin embargo, aquellas piezas de información solo se revelan a través de las acciones de los agentes en el mercado, particularmente aquellas acciones en donde las personas renuncian a ciertos medios a cambio de aquellos recursos ambientales. Solo el sistema de precios, en ausencia de distorsiones en el mercado, es capaz de transmitir esa información en toda su complejidad.

Por esta razón, sin esos recursos ambientales, objeto de intercambios en el proceso de mercado, no se podrían generar los precios necesarios de tal forma que se pudiera conocer de la manera más precisa posible cuáles serían los posibles usos a los que se podrían asignar, de tal manera que las necesidades más urgentes no quedaran insatisfechas y no se desperdicien estos recursos ambientales. En este sentido, si es que acaso el cometido del Acuerdo es la protección del medio ambiente, desde la lectura de su texto se anticipa su estrepitoso fracaso.

Acuerdo de Escazú: ineficiente para la protección del medio ambiente

Tomando en cuenta esto, el reemplazar la propiedad privada sobre los recursos ambientales —los precios que se generarían a partir de ello para guiarlos hacia los usos verdaderamente importantes transmitirían información completamente inútil para asegurar tal uso— es una muy mala estrategia si de asegurar el uso adecuado de esos recursos se trata.

No solo esto casi que aseguraría el desperdicio de esos recursos; además, los usos serían decididos por el Estado sin consideración alguna de las verdaderas necesidades de las personas. Los supuestos recursos ambientales no son objeto de propiedad privada. En el fondo, quien decide a qué usos se asignan es el Estado. Al no darse las condiciones para contar con cálculo económico, el Estado, siendo el que controla definitivamente esos recursos, no puede asignarlos de manera eficiente, atendiendo las necesidades de las personas. Lo único que va a poder hacer es asignarlos a los cursos de acción que satisfagan sus propias necesidades, pues no está en la capacidad de conocer ningunas otras. Con las herramientas con las que cuenta hoy en día el Estado colombiano, por ejemplo, satisfacer sus propias necesidades respecto de un recurso ambiental que esté en manos de un dueño privado se traduce en que ese recurso se utilizará en algo distinto a lo que quisiera su dueño, en contra de su voluntad, estando sometido, como lo están los esclavos, a la voluntad de un grupo de personas.

«Justicia ambiental»

De una similar trascendencia encontramos el punto que tiene por gran objeto la justicia dentro del Acuerdo de Escazú. Este abarca el acceso a la justicia en asuntos ambientales, junto con la proporción de instrumentos para actuar judicialmente en estos asuntos, y la protección a defensores de derechos ambientales.

Protección a defensores de derechos ambientales

En cuanto a la protección a defensores de los supuestos derechos ambientales, esto cobra especial relevancia en un país como Colombia, donde las personas que son activistas políticos del medio ambiente son víctimas de persecuciones violentas, mayoritariamente, por parte de grupos armados diferentes al Estado —e incluso por parte de ciertas facciones dentro de las mismas agencias del Estado—. 

Posiblemente, este sea el elemento más superfluo dentro de todos los acuerdos del Acuerdo de Escazú, a pesar de lo contradictorio que resulta ser —puesto que el Estado está diseñado constitucionalmente para proteger los derechos de los ciudadanos y para ello tiene que irrespetar sistemáticamente esos derechos; el Estado colombiano ya tiene asignada la función de proteger la vida de esos ciudadanos—. Al respecto, no encuentra del todo justificación que las personas que adelantan algún tipo de actividad en sus vidas, como el activismo ambiental, merecieran acaso un grado superior de protección de sus vidas. Además de esto, el Acuerdo de Escazú, en realidad, no menciona nada acerca de dotar al Estado de herramientas nuevas para proteger a esas personas de las amenazas de aquellos grupos armados. En el fondo, lo que hace es dejar la puerta abierta para que el Estado incurra en un mayor grado de expropiación de la riqueza de la sociedad para asignar los recursos que resulten de ello a un curso de acción en el cual, ya de por sí es altamente ineficiente.

Acceso a la justicia en asuntos ambientales junto a la proporción de instrumentos para actuar judicialmente en estos asuntos: la puerta de entrada al activismo judicial

El Acuerdo de Escazú, además de los acuerdos particulares que institucionaliza, también crea ciertas agencias, que se encargarían, una vez ratificado, de la ejecución del Acuerdo por parte de los diferentes Estados ratificantes.

Dentro de las agencias por crear, llama particularmente la atención la Conferencia de las Partes, que es básicamente una asamblea donde se reunirían los representantes de cada Estado con el objetivo de tomar decisiones para fomentar y ejecutar el contenido del Acuerdo. Dentro de las funciones que tiene ese órgano se encuentran dos que llaman la atención. Una de ellas es la de elaborar y aprobar protocolos al Acuerdo. Otra es la de establecer directrices para la movilización de recursos económicos de diversas fuentes que faciliten la implementación del Acuerdo.

En principio, el contenido de los documentos que se expidan como resultado del ejercicio de cualquiera de esas dos funciones que hemos mencionado no sería de aplicación directa en ninguno de los Estados que hayan ratificado el Acuerdo. Sin embargo, haciendo referencia a los posibles usos que se le puedan dar a los recursos ambientales, es posible que los jueces tomen tales directrices como una oportunidad de hacer activismo judicial.

La noción de activismo judicial está relacionada con que los jueces produzcan sentencias tomando como premisas principales de sus razonamientos sus preferencias políticas u opiniones personales, en vez de una interpretación fiel de la ley basada en previas decisiones de otros jueces en casos similares —o precedente judicial, como se conoce a esto en derecho—. Esto, unido a una particular cultura jurídica donde ciertos grupos sociales aprovechan que existen jueces parcializados hacia ciertas causas según su posición política, resulta en que aquellos jueces tomen decisiones que distribuyan los derechos de propiedad sobre los recursos ambientales según los fines que juzguen ellos ser más urgentes que otros, atendiendo a lo que ellos consideren sea la voluntad popular.

De una manera similar a cómo se pretenden asignar esos recursos a ciertos usos por medio de la producción y propagación de información relativa a los recursos ambientales, en este caso del muy probable activismo judicial que se daría, la propiedad de los recursos ambientales podría ser arrebatada de las manos de sus legítimos dueños y ser asignados arbitrariamente a los cursos de acción que satisfacen necesidades urgentes de aquellos grupos sociales. Ello resulta no solo en una grosera violación al derecho de propiedad de ciertos medios que se consideren ambientales, que continuaría entorpeciendo el proceso de coordinación del mercado, sino que asegura el desperdicio de esos recursos.

Conclusión

El Acuerdo de Escazú es un instrumento diseñado, en principio, para proteger los recursos económicos que se consideran forman parte de la gran noción del medio ambiente. De acuerdo con lo que hemos explicado, este no es el fin que cumple el Acuerdo, sino todo lo contrario. La implementación del Acuerdo de Escazú es un paso adicional en el proceso de exclusión de la posibilidad de que los recursos ambientales sean objeto de propiedad privada, de tal manera que, con los precios que se generarían de sus intercambios, se cuente con la posibilidad de identificar los cursos de acción realmente valiosos a los que se les podría asignar, aumentando la probabilidad de que esos recursos no se desperdicien. Justamente, no solo tomando en cuenta la forma en la que se asignan esos recursos hoy en día, sino la intensificación de esta situación que resultaría de la implementación del Acuerdo de Escazú, lo que se asegura es, justamente, que esos recursos serán desperdiciados y que el bienestar de la sociedad disminuya considerablemente, en vez de aumentar.

Por otro lado, y para finalizar, la implementación del Acuerdo de Escazú da pie para que se haga activismo judicial sobre esos recursos ambientales. De esta manera, no solo se perpetúa la situación en la cual está asegurado el desperdicio de esos recursos, sino que se abre la puerta para una gran cantidad de injusticias al ser arrebatados los derechos de propiedad privada que se podrían tener sobre esos recursos ambientales, en favor de usos alternativos de preferencias de aquellos grupos sociales que exitosamente pudieron haber utilizado la fuerza estatal, a través de jueces parcializados, para satisfacer ilegítimamente sus propias necesidades.

Para ver la publicación original y conocer más sobre el Centro para el Análisis de Decisiones Públicas (CADEP) de la Universidad Francisco Marroquín, dar clic aquí: https://cadep.ufm.edu/2022/09/acuerdo-de-escazu/ 

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