Por: Valentina Vargas
El primero de mayo, día del trabajo, el presidente Gustavo Petro no habló de empleo, ni de productividad, ni de reformas estructurales. Prefirió el espectáculo. Subió a una tarima empuñando la espada de Bolívar y ondeando una bandera con el lema “Libertad o Muerte”. La escena fue cuidadosamente preparada, pensada para impactar, para provocar. Y lo logró. Pero más allá del show, ¿qué significa realmente ese mensaje?
Desenfundar la espada, en lenguaje militar, no es un acto simbólico cualquiera. Es una declaración. Significa “vamos a la guerra”. Y la bandera utilizada tiene el mismo origen: la “guerra a muerte” fue proclamada en 1813 para enfrentar, sin posibilidad de reconciliación, al enemigo. En su contexto histórico, tenía sentido: era una lucha por la independencia. Pero traer esos símbolos al presente, en un país democrático, no es un homenaje. Es una amenaza.
No es la primera vez que un líder populista recurre a estos gestos. Hugo Chávez también levantó la espada de Bolívar para construir un relato de confrontación. Y Petro, como buen imitador de ese libreto, no solo copia los gestos sino también el discurso: la lucha del pueblo contra las élites, del pobre contra el rico, del joven contra el viejo, del ciudadano contra las instituciones. Una guerra inventada, diseñada para dividir.
Y es ahí donde el peligro se vuelve evidente. Porque mientras Petro agita las emociones con símbolos de guerra, la institucionalidad se debilita. No es gratuito que en su discurso haya insinuado que si el Congreso no le aprueba sus reformas, el pueblo debería levantarse y revocar a sus representantes. Esa no es una invitación al debate democrático. Es una incitación a la desobediencia institucional.
Cuando un presidente deja de gobernar con resultados y empieza a gobernar con símbolos, es porque necesita ocultar el vacío. No tiene cifras, no tiene logros, pero sí tiene espectáculo. Petro no presentó soluciones para los trabajadores ese día. Les dio un relato heroico, les vendió épica en lugar de empleo, y les pidió lealtad emocional en lugar de exigirle resultados concretos.
Y lo más grave es que sabe lo que hace. A diferencia de quienes defendemos la democracia desde la libertad, ellos sí comprenden el poder de los símbolos. Los usan para manipular, para cohesionar, para imponer una narrativa. Mientras tanto, desde la derecha nos hemos acostumbrado a los argumentos, pero hemos olvidado el lenguaje emocional que mueve a las masas.
No se trata de subestimar al adversario. Se trata de entenderlo. Petro no es solo un presidente con malas ideas. Es un líder con una estrategia clara: desinstitucionalizar para perpetuarse, dividir para dominar, gobernar desde la tarima en lugar del despacho. Y esa estrategia empieza por algo tan simple como una espada… y una bandera.
Colombia no puede quedarse callada frente a esta simbología de la confrontación. No se trata de criticar un gesto aislado, sino de leer lo que representa. Porque si el relato de “vencer o morir” vuelve a instalarse en la política, lo que estará en juego no será una reforma, será la democracia misma.