En Colombia, la presunción de inocencia pareciera ser un derecho selectivo. Para algunos, es una garantía constitucional. Para otros —como Álvaro Uribe Vélez—, es simplemente un lujo negado por un sector político que lo quiere ver vencido, judicial y reputacionalmente.
Durante años, el expresidente ha sido objeto de una persecución sin tregua, víctima de un linchamiento constante que confunde el deseo de venganza política con justicia. Lo que comenzó como un proceso judicial por supuesta manipulación de testigos, rápidamente se convirtió en un espectáculo público, donde el juicio no lo da un tribunal imparcial, sino políticos y hasta influencers contaminados ideológicamente.
Ningún colombiano ha estado sometido a una guerra jurídica tan persistente. Y lo grave no es solo la instrumentalización de la justicia para fines políticos, sino que se le niega el derecho más básico: el de ser considerado inocente mientras no se demuestre lo contrario. Nadie exige absolución automática. Lo que muchos reclamamos es algo elemental: que no se le condene de antemano, que se le permita defenderse sin la carga de una opinión pública y política contaminada y sin el sesgo de una justicia que parece más interesada en hacer historia que en impartir justicia.
Mientras a guerrilleros confesos se les garantizan curules y escoltas, a Uribe se le presume culpable desde antes de que hable un juez. La doble moral es grotesca. La misma sociedad que justifica pactos con criminales de lesa humanidad, exige cárcel para quien combatió el terrorismo. El mensaje es claro: luchar contra el crimen tiene un costo más alto que cometerlo.
Hoy el expresidente Uribe no solo enfrenta a sus acusadores, sino a un sistema que hace rato dejó de ser neutral. Si la justicia quiere recuperar su legitimidad, deberá empezar por aplicar sus principios sin excepción. Incluido, por supuesto, el de la presunción de inocencia. Porque si Uribe, que fue presidente de nuestro país, no tiene derecho a ella, entonces ninguno lo tiene.
Por: Juan Pablo Sánchez M.
@Juan.pcol