Uno de los actos más deshonestos de la prensa progresista mundial es su intento constante de reducir la historia de Israel a una mera construcción geopolítica de 1948. Como si antes de esa fecha no hubiese existido una nación, un pueblo o una identidad. Como si Israel no fuese la continuidad milenaria de un pueblo con una historia documentada, una lengua viva desde tiempos bíblicos y un vínculo ininterrumpido —aunque muchas veces perseguido— con la tierra que le pertenece por derecho histórico y espiritual.
La obsesión de la narrativa globalista y progre por reducir a Israel a “77 años de ocupación” es, en realidad, un esfuerzo ideológico: despojar al pueblo judío de su legitimidad milenaria para victimizar a un concepto moderno y difuso como “Palestina”. Porque seamos claros: Israel tiene más de 4.000 años de historia, mientras que “Palestina” como identidad política es una invención del siglo XX. Antes de eso, lo que hoy llaman Palestina eran provincias del Imperio Otomano, del Mandato Británico o simples referencias geográficas.
El Estado moderno de Israel es joven, sí. Pero el pueblo de Israel no lo es. Es anterior al islam, anterior al cristianismo, anterior incluso a la mayoría de las civilizaciones que hoy tienen estados-nación en el planeta. Es más antiguo que el 90% de los países que forman hoy la ONU. Y lo más irónico: la prensa que exalta “derechos ancestrales” de pueblos con apenas unos siglos de historia, se niega a reconocer los derechos milenarios de un pueblo que ha sobrevivido esclavitud, exilio, inquisiciones, pogromos y un Holocausto. Un pueblo que jamás abandonó su fe, su idioma, sus costumbres ni su tierra, aunque muchas veces se le arrebatara.
La raíz hebrea de Jerusalén, la presencia continua de comunidades judías en Hebrón, Safed o Tiberíades, y la mención constante de Israel en registros egipcios, asirios, griegos y romanos, son pruebas incontestables de su antigüedad. Pero nada de esto parece importar cuando la causa progre exige inventar una narrativa de opresores y oprimidos, aunque esté construida sobre negaciones históricas.
El caso es que la narrativa progre no busca justicia, sino ideología. Le es más rentable victimizar a un grupo políticamente útil que reconocer la continuidad de un pueblo cuya existencia contradice sus postulados deconstructivistas. Israel molesta porque representa la persistencia de la identidad, la fe, la soberanía y el derecho histórico en un mundo que quiere borrarlo todo en nombre del relativismo y la culpa occidental.
Pero por más que lo intenten, no pueden borrar lo evidente:
Israel no nació en 1948. Renació.
Y no hay narrativa moderna que pueda enterrar cuatro milenios de historia. Am Yisrael Chai.
Por: Juan Alberto.