Nos gobierna la vergüenza y el mal ejemplo

En Colombia, hablar de drogas es hablar de una herida abierta. Hemos sido estigmatizados durante décadas por ser la cuna de los carteles, por la sangre derramada en nombre del narcotráfico, por campesinos atrapados por la coca y jóvenes esclavos de las drogas. Nos ha costado vidas, reputación y futuro. Por eso resulta aún más indignante que, en pleno 2025, quienes deberían representar la sobriedad del poder terminen siendo la caricatura de aquello que tanto daño nos ha hecho como nación, la droga.

El país queda en medio de la vergüenza cuando el ministro del Interior, Armando Benedetti, confesó, de nuevo, como si se tratara de un logro personal que ha sido un “adicto funcional” al alcohol, la cocaína y a las pastillas para dormir. En cualquier democracia seria, esa declaración bastaría para presentar su renuncia. Pero aquí no solo sigue en el cargo, sino que parece celebrarse su «sinceridad». ¿Desde cuándo confesar una conducta ilegal, y más aún desde el poder, se convierte en virtud?

Y por si fuera poco, la carta del excanciller Álvaro Leyva desató el escándalo que ya todos susurraban: el presidente Gustavo Petro tendría problemas de adicción. Según Leyva, Petro desapareció en París y allí se evidenció lo que muchos ya suponían: que el jefe de Estado no está en pleno uso de sus facultades. Lo que antes eran rumores, ahora toma forma en boca de uno de sus más cercanos colaboradores. 


Y aquí surge una pregunta que ningún funcionario se atreve a formular en público: si el presidente Petro consume droga en el exterior, ¿la lleva desde Colombia, incurriendo en narcotráfico, o la consigue en esos países, violando sus leyes internas? Cualquiera de las dos opciones es gravísima. En ambos escenarios no solo compromete la imagen de Colombia, sino que podría estar incurriendo en delitos que afectarían directamente nuestras relaciones internacionales y la dignidad del cargo de Presidente.



Esto no es un asunto de morbo, ni de ataques personales. Es una crisis institucional. Un país no puede estar gobernado por personas que arrastran adicciones sin control, que se jactan de ello o que lo esconden como si no afectara la toma de decisiones. Colombia merece un liderazgo sobrio, literal y simbólicamente. Merece gobernantes capaces, lúcidos y responsables.

El silencio cómplice, la normalización del caos y la ausencia de consecuencias solo agravan nuestra tragedia. Colombia ya ha cargado suficiente con la cruz del narcotráfico como para que ahora el problema se instale en la Casa de Nariño.

Por: Juan Pablo Sanchez M.

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